Cambié. A la fuerza. A los empujones. A los golpes.
Y sí, ser torpe ayudó bastante. Me fui moldeando, abollando un poquito, arrugándome bastante.
Fui cambiando de forma de pensar, evolucionando cual Darwin y su teoría, con cada vez menos tablas en la pollera y más capacidad de reflexión.
Dejé un par de clavos sueltos, y aunque me faltan algunos tornillos creo haber, dentro de todo, superado bastante bien mi niñez. No guardo grandes traumas ni rencores, y por más que haya días en que me gustaría volver atrás y poder retozar entre las sábanas de mi cunita o mancharme toda con crayola de colores, creo estar lista para el mundo cuasi adulto.
Y aunque duela pensar que es algo que se cerró y que no va a haber más primeros días ni cartucheras con elásticos, que mi mamá no me va a hacer más trenzas ni pasarme el peine fino, por más que sea duro aceptar que ya no estoy en edad de usar mochila con rueditas y flores, y sobre todo por más que cueste acostumbrarme a la idea de que ya pasó, no puedo evitar pensar qué bueno que fue. Qué divertido y qué lindo. Qué feliz.