Se podría decir que chocaron, que ella lo miró y decidió que iba a estrellarse en contra de él y conseguir su mail, quizá incluso su teléfono. Le echó una buena mirada a sus bíceps y le gustó lo que vio.
Se abalanzó sin disimulo alguno y se sobresaltó al descubrir que no se sentía raro sino de alguna manera familiar, como si ya hubiera estado en sus brazos antes.
Y todo salió como previsto. ¡Los hombres pueden ser tan predecibles! Consiguió hasta una invitación para ir a tomar un café. Sabía que sería fácil, pero no se imaginaba que tanto. O estaba muy necesitado o realmente le interesaba.
Y sabía que lo más probable es que fuera la primera opción.
Pero ya estaba ahí. No había vuelta atrás y lo más inteligente era sacarle provecho a la situación, llevarse de arriba unas medialunas con un licuado y tirar hasta la noche.
A veces la gente toma decisiones que no sabe adónde lo van a llevar, simplemente porque es lo completamente opuesto a lo que normalmente eligiría. Porque necesita un cambio, un arriesgue, jugarse por algo que lo saque de su inevitable rutina y lo ponga sobre sus talones de vuelta. O porque simplemente tiene ganas de pensar poco. O no pensar.
El punto es que salió con él, y entre tostado y tostado descubrió que era un engreído, un desesperado y metrosexual. Después de una noche juntos (por estricta obligación de compra), le agradeció muy correcta y le pidió de vuelta disculpas por haberse chocado. Y siguió ruta. A otros caminos y otros hombres más interesantes, más narigones y con más carácter.
Ella estaba sola, él aburrido. No se reconocieron; el bótox había hecho mucho para cambiarla y la barba candado y el pelo blanco lo volvían irreconocible.
Tuvieron un affair de varios días (mientras duró el congreso) y aunque ella ya no estaba sola, él seguía aburrido. Es que la encontraba engreída, desesperada y sobre todo superficial.
Prometió llamarla y aunque nunca lo hizo, quizá vuelvan a encontrarse en unos años.
Dicen que la tercera...