Monday, April 14, 2008


Es como si por h o por b no pudiera dejar de pensarte del todo. Y no tiene sustento en el hecho que quiera algo más con vos, o que me haya quedado algo pendiente (o quizá si) sino más bien en que no puedo explicarlo, y cuanto menos trato de pensarte más te pienso.
Juro que trato de acostumbrarme a dejar de acostumbrarme, a perder las costumbres, pero mi cerebro se retoba y deja de hacerme caso. Cuanto más trato de censurarte, más me acuerdo. Basta con que alguna imagen mental venga a irrumpir mi tranquilidad para que me pase todo el viaje en colectivo con una sonrisa triste y un puchero agridulce.
El punto es que me cansa, me satura. Porque no tiene ningún sentido, y no puedo dejar de pensar hasta qué momento voy a seguir acordándome, y si es que acaso nunca vas a soltarme del todo.
Anoche, sin ir más lejos, no podía dormirme. Estaba en ese estado entre el sueño y la vigilia y se me ocurrió contar ovejas. Las veía perfilarse en el campo y saltar la tranquera con bastante facilidad. Uno, dos, tres. Había flacas, gordas, petisas, negras, blancas, con mucha lana, casi peladas. Dieciocho, diecinueve. Me imaginaba a la chiquita que no podía saltar y pasaba por abajo, a la gorda que quedaba trabada en el medio, a la que tenía mucho pelo revoleándolo en el viento. Cincuenta y siete, cincuenta y ocho. Y de repente me vino la imagen mental de una oveja ensartada en el pinche de madera, la sangre sobre el blanco, y el entierro de la susodicha. Sus compañeras con un lazo negro en el cuello, una cruz y balidos de tristeza.
Ciento sesenta y dos. Ciento sesenta y tres.
Y así, sin pitos ni flautas, apareciste vos con un huracán de recuerdos, y ya no pude seguir con mi cuenta.