Monday, December 8, 2008

Era otoño y las hojas empezaban a amontonarse en las veredas, las calles, los capós de los autos y los techos.
A Laura le encantaban las mañanas, cuando se levantaba y veía el mundo en amarillos y naranjas, intocado. Todavía no había pasado el barrendero, los autos no habían teñido todo del negro de sus aceites y los zapatos no habían ido formando pilones dispersos.
El mismo ritual se sucedía, una y otra y otra vez. Cada mañana representaba una pequeña versión del Edén. Sentirse la única en el mundo, la primera en ver la lluvia de colores cálidos.
Caminaba a la estación buscando hojas nuevas y distintas, que apilaba en diarios abajo de enciclopedias para armarse su herbario.



Los otoños se sucedieron, las hojas crecieron y volvieron a caer, y Laura nunca abandonó su amor por los restos del verano.
Pero la primera vez que fue a lo de Juan y vio su acolchado rojo, sus fotos ampliadas de árboles cargados de pesadas hojas amarillas y su despertador puesto a las cinco y media, supo que había llegado el momento de la primavera.
De su primavera.



Foto cortesía de Jennifer Berot. ¡Gracias Jen!